Julio de 1945: Japón agotado militar, económica y moralmente buscaba una salida negociada a la guerra y una paz honrosa. Estos deseos fueron ignorados por Estados Unidos que se hallaba impaciente por mostrar al mundo el nuevo arma nuclear, desarrollada a partir del Proyecto Manhattan. Por eso impuso al Japón unas condiciones inaceptables para cualquier país: la rendición incondicional y la renuncia a su soberanía. Unas condiciones que sabía, de antemano, no serían aceptadas, y que supondría la excusa perfecta, para lanzar las bombas atómicas (lanzadas sin previo aviso).
Las más de 250.000 víctimas mortales (500.000 según algunas fuentes), no sirvieron sólo para hacer que Japón se sometiera a los intereses de Washington, sino para que también lo hiciera la gran mayoría del planeta, por miedo a la amenaza atómica.
Siempre se ha puesto como pretexto, para justificar los genocidas bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, que Japón no quería la paz, algo que no es más que otra mentira del Imperio. Según muchos de los protagonistas implicados en el conflicto, y del propio bando norteamericano, Japón estaba apunto de rendirse; hacia tiempo que venía expresando sus deseos en este sentido. Lo que Estados Unidos no quería era un prolongado proceso de paz, que permitiera a otros agentes, como la Unión Soviética, intervenir en el mismo. Además, con este salvaje acto de crueldad, Estados Unidos convertió a las islas japonesas en un especie de protectorado yanqui, durante décadas y, lo más importante de todo, el lanzamiento de las bombas atómicas tenía como principal objetivo advertir al resto de pueblos del mundo, el destino que les podía esperar a aquéllos que no se sometieran a la voluntad de Washington.
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